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Industria: no hay revolución sin revolucionarios

Autor: Pere Homs. Ingeniero industrial. Director General. Enginyers Industrials de Catalunya

El pasado año se cumplía una década de la aparición del concepto Industria 4.0 en la Feria de Hannover en su edición de 2011. Alemania, locomotora industrial de Europa, bautizaba con este término una nueva etapa de acelerada innovación en el progreso tecnológico en la industria, de la mano de internet y la conectividad.

La innovación tecnológica ha sido, desde la primera revolución industrial, una característica intrínseca y permanente en el avance de la industria. No obstante, el ritmo al que se ha desarrollado la innovación ha venido marcado por la aparición, en momentos determinados, de tecnologías concretas. La máquina de vapor representa el pistoletazo de inicio de la revolución industrial (por aquel entonces no sabían que sería la primera de muchas). Una revolución que triunfa con el concurso de la ingeniería industrial. La industria textil, la metalúrgica, el transporte marítimo y el ferrocarril fueron las primeras en aprovechar la domesticación del trabajo mecánico. Posteriormente, la aparición de nuevas fuentes de energía (electricidad y petróleo) impulsaron un segundo periodo de innovación y el desarrollo de nuevos sectores industriales. A mitad del siglo XX la electrónica revoluciona todos los sectores de la sociedad, ávida de los nuevos productos y servicios que estimulan de nuevo la actividad productiva industrial.

En paralelo a esos momentos estelares de la innovación tecnológica, y a modo de encadenamiento, se van sucediendo cambios y mejoras, a veces progresivos, otras radicales, que actúan de condicionantes y orientan el progreso productivo y social. En el siglo XX tenemos muchos ejemplos de ello: la introducción de las cadenas de producción a primeros de siglo, las dos grandes guerras mundiales o la consolidación de la globalización en el último cuarto del siglo, han influido, a la par que la tecnología, en el desarrollo de la industria y su economía.

El resultado de todas esas fuerzas ha sido el fortalecimiento global de un sector, el industrial, que aporta productos y servicios en infinidad de ámbitos: alimentación, químico, automoción, construcción y obra pública, energía, farmacéutico, bienes de equipo, electrónica, telecomunicación, textil, aprovisionamiento de servicios públicos básicos, cultura, reciclaje de residuos, logística, tecnología sanitaria, militar, aeronáutica y tantos otros...

Como consecuencia de todo ello, las sociedades avanzadas, y no solo la tecnología, devienen extremadamente complejas. Se diluye en muchos casos el paradigma causa–efecto, interviniendo múltiples factores, con consecuencias a menudo imprevisibles, en la aportación de valor de la industria y la tecnología al desarrollo y al progreso. Emergen complejas cadenas de valor, interdependencias y externalidades, que se aceleran con la irrupción de la red por antonomasia: internet. Precisamente, la conectividad global está detrás de la, hasta hoy, última de las revoluciones industriales.

La industria de esta 4ª revolución tiene poco que ver con el paradigma industrial de la manufactura. Hoy, la automatización de los procesos, afortunadamente, ha desplazado la mano de obra de las líneas de fabricación a los laboratorios, a las salas de control, a los centros de diseño y desarrollo, a las oficinas de ingeniería. Es, además, un instrumento fundamental para plantear de manera competitiva un necesario retorno de la actividad industrial a nuestras geografías y la generación de nuevo valor, de nuevos productos y servicios. Gracias a las tecnologías 4.0 como, por ejemplo, la generación de ingentes cantidades de datos en base a la monitorización del funcionamiento y uso de equipos y dispositivos, y la aplicación de la inteligencia artificial, se está habilitando la “servitización” como estrategia para acercar el valor de los productos al consumidor y dar respuesta a la necesidad de este, generando nuevas oportunidades y eficiencias.

Durante esta última década, sin embargo, mientras las tecnologías 4.0 han ido ganando en madurez y se han ido introduciendo en innovadores productos, procesos y modelos de negocio, la industria ha seguido avanzando impulsada por el principal factor determinante de su desarrollo: la necesaria competitividad. La industria que no es competitiva no sobrevive. Hemos visto, pues, como ha continuado el proceso de deslocalización de la industria –en permanente búsqueda de los factores más competitivos–, y la pérdida de peso específico industrial en la mayor parte de las economías europeas.

En paralelo, ha ido creciendo la conciencia entre la clase política de que la industria es un sector económico estratégico para las sociedades modernas, que ofrece resiliencia frente a la incertidumbre y da consistencia al progreso social gracias a una mayor creación y redistribución de valor añadido. De ahí el actual discurso de la Unión Europea sobre la necesidad de la autonomía estratégica, en un primer momento en lo que se refiere a la industria militar y que, posteriormente, se expande a muchos otros sectores industriales y ámbitos, como son la energía o las materias primas.

Con todo, debemos preguntarnos si Europa llega tarde. Si, además de conciencia, hay una voluntad real y, sobre todo, si la sociedad en su conjunto tiene esa misma percepción de la relevancia de la actividad industrial para el bienestar y superación de los retos colectivos a los que nos enfrentamos. Las recientes crisis por las que nos hemos visto obligados a deambular –la pandemia y la consecuente rotura de cadenas de suministro, las dificultades logísticas o la actual crisis energética– probablemente ayudan a tomar conciencia de todo ello.

Pero no es suficiente. Si no queremos quedar rezagados y relegados a meros consumidores de productos y servicios que proveen otros y con los que se hacen con la mayor parte de su valor añadido, deberá haber un esfuerzo proactivo que explique mejor y más ampliamente la necesidad de un crecimiento industrial en nuestra economía. Habrá que construir una nueva cultura industrial y tecnológica con todas las herramientas a nuestro alcance.

Y habrá que acompañar esa cultura con un entorno que sea fértil a la industria. Asistirla con una política industrial activa desde los poderes públicos, que resulte ella misma competitiva en relación con otras, que contribuya a un mayor desarrollo de la actividad de nuestras industrias y que incentive el crecimiento de la dimensión de nuestra empresa industrial –nuestra PYME es demasiado PYME–, una dimensión sin la cual se hace difícil competir en un entorno global. Habrá que invertir en hacer crecer un ecosistema propicio donde la I+D+i es fundamental, al igual que las infraestructuras de conexión con el mundo, tecnológicas, logísticas, suelo industrial, etc. Asegurar el acceso a la energía en términos competitivos. Resolver las carencias crónicas en materia de transferencia tecnológica. Agilizar radicalmente los trámites administrativos. Y, si es posible, también cofinanciar proyectos.

Los fondos europeos del programa Next Generation son nuestra gran oportunidad para llevar a cabo esta transformación de la industria. Y habrá, claro está, que asegurar el talento.

 

La industria precisa de profesionales de la ingeniería

Esta nueva industria precisa más de profesionales de la ingeniería que de operarios de línea. Sin aquellos no habrá industria. Sin revolucionarios no capturaremos las ventajas y beneficios de la revolución 4.0.

En el reciente estudio del Observatorio de la Ingeniería de España, se estiman en 200.000 los ingenieros e ingenieras que demandarán las empresas españolas en los próximos 10 años y así poder continuar con su particular carrera por la competitividad. Una cifra a la que hay que añadir la escasez de perfiles técnicos provenientes de la formación profesional. Y la ambición de subir en el ranking de las economías industriales.

Necesitamos de ingenieros, de ingenieros técnicos, de técnicos. De una cadena de talento multidisciplinar que, en un trabajo en equipo, aporte tanto una actuación generalista como una más especializada.

Tal y como define el UK Engineering Council, la profesión se extiende desde la ingeniería, desarrollando soluciones a problemas de ingeniería utilizando tecnologías nuevas o existentes, a través de la innovación, la creatividad y el cambio; asumiendo responsabilidad técnica, financiera y de gestión, para sistemas complejos con niveles de riesgo significativos; hasta la ingeniería técnica, manteniendo y gestionando aplicaciones de tecnología actual y en desarrollo; realizando el diseño de ingeniería, el desarrollo, la fabricación, la construcción, el correcto funcionamiento y las consideraciones financieras.

Quedando así cubiertas todas estas necesidades y configurando la topología de la profesión a la que sería necesario, sin lugar a duda, añadir la contribución imprescindible de los técnicos, instaladores y programadores que, con una base de formación profesional, trabajan en las empresas en la realización práctica de los proyectos aplicando técnicas y procedimientos acreditados para solucionar problemas prácticos de ingeniería, liderados y dirigidos por ingenieros y por ingenieros técnicos.

La ingeniería, y con ella la industria, necesita hoy de una fuerte integración de estos roles, todos ellos importantes, todos ellos imprescindibles, en una combinación y en unas proporciones adecuadas, que garanticen al mismo tiempo el mejor resultado para la empresa y para la industria en su conjunto.

Lo necesita nuestra industria y lo necesita la industria en todo el mundo, por lo que nos enfrentamos a una verdadera batalla global por el talento. Los países más industriales del mundo llevan años trabajando en este sentido con distintas estrategias, donde despliegan no sólo la promoción y reputación de la ingeniería, sino también con proyectos profesionales atractivos y un reconocimiento del valor aportado, entre otras medidas, mediante una retribución económica igualmente competitiva.

 

Ingeniería con propósito

Incardinar la ingeniería en el tejido social, hacer atractiva la profesión entre los jóvenes y en especial entre las jóvenes –que aun representan tan sólo un 20% de los profesionales– y ofrecerles oportunidades atractivas en nuestra industria, es hoy un gran desafío.

Por ello sería una pérdida de oportunidad no explicitar, en el actual estado de las cosas, el propósito de la ingeniería: liderar la evolución tecnológica para el progreso del mundo y las personas. Un cómo, un qué y un para qué.

Liderar, como lo entiende una profesión –la ingeniería–, implica actuar con experiencia y pericia, desde los propios valores, al servicio y acompañando a las personas y a la comunidad, asumiendo con entusiasmo el compromiso y la responsabilidad de una profesión clave en el bienestar colectivo.

La evolución tecnológica resultante de la ingeniería, que hace de puente entre el creciente conocimiento científico y su plasmación en tecnologías útiles, aportando innovación y creatividad y un uso cada día más eficiente de los recursos limitados.

Y todo ello con el fin de mejorar la vida de las personas con soluciones compatibles con el desarrollo sostenible del planeta, preservándolo para las próximas generaciones.

La idea de progreso ha sido la esencia de los ingenieros y la ingeniería desde siempre, y nos ha llevado a crear muchos de nuestros éxitos definitorios. La naturaleza del progreso, sin embargo, está cambiando. Vivimos en un mundo global con una población cada vez mayor y recursos escasos, y nos enfrentamos a retos ambientales y sociales como nunca antes, que precisan de transformaciones fundamentales. Y porque sabemos que transformación no siempre significa mejor, y mejor no siempre significa mejor para todos, podemos y debemos orientar el progreso para hacer realidad lo que queremos.

Porque la sociedad se enfrenta a grandes desafíos y, como estamos convencidos, la ingeniería y la industria son imprescindibles en dar solución a esas amenazas. De la misma manera que debemos reconocer la responsabilidad, compartida con la sociedad en su conjunto, en los aspectos negativos del progreso -que también los hay-. Fuimos una parte del problema, hoy somos parte de la solución. Si la tecnología, con su actual punta de lanza en la Industria 4.0, nos ha metido en una nueva revolución –revolución es cambio acelerado–, necesitamos de revolucionarios para no quedar atrás. De ingenieros e ingenieras que con su trabajo conviertan las oportunidades en progreso real para la colectividad.

Hoy la ingeniería trabaja para aportar alternativas con las que abordar la emergencia climática, para desplegar una trasformación digital con sentido, para seguir contribuyendo en el avance de la salud de las personas, para desarrollar una industria innovadora y respetuosa con el medio ambiente y, por qué no, para contribuir a una sociedad sana, porque con desequilibrios sociales acentuados no hay progreso posible.

 

Debemos explicarnos mejor

La ingeniería debe explicarse mejor a la sociedad. A diferencia de otras grandes profesiones, como la medicina, la abogacía o la arquitectura, por poner algunos ejemplos, los profesionales de la ingeniería difícilmente están en contacto directo con el usuario de su trabajo, por lo que es muy desconocida la tarea en sí que ingenieros e ingenieras llevan a cabo en su día a día.

A menudo, y de manera sorprendente en un mundo tan tecnificado como el que vivimos, los ingenieros y la ingeniería pasan desapercibidos. No así el resultado de su trabajo que está presente en todas partes y en todo el mundo, y que conforma la columna vertebral de las sociedades modernas y de su bienestar.

Probablemente son múltiples los motivos de esta invisibilidad. Uno de ellos la transversalidad de la profesión que hace que, si a un médico se le asocia a la bata blanca o a un abogado a la toga negra, no tengamos en la ingeniería un ámbito delimitado de ejercicio de la profesión, sino que estamos desplegando nuestro conocimiento y esfuerzo en prácticamente todas las áreas de actividad económica y social de manera transversal y en colaboración con muchos otros profesionales.

Por otro lado, aquello que es característico de nuestra profesión se convierte en una barrera para hacernos entender. Me refiero a la vocación de solucionar problemas. Porque un ingeniero es aquel que aún no ha terminado con dar respuesta a un reto que está ya enfrascado en el siguiente, sin dedicar tiempo a explicarse, a divulgar los logros obtenidos, el resultado de su trabajo. Y encima, no le gusta.

Sin embargo, y en consonancia con alguno de los valores más genuinos de nuestra profesión –como la superación y el logro, es decir, vencer los obstáculos con soluciones y conseguir los objetivos, en definitiva, hacer que las cosas funcionen–, y ante la dificultad de dar a conocer a los ingenieros e ingeniería, debemos hacer un esfuerzo de comunicación. Porque nuestra invisibilidad es también nuestra responsabilidad.

No es una cuestión de ansias de protagonismo ni de una visión corporativista, sino de la valoración justa de la aportación que hace la profesión al progreso y al bienestar común y la necesidad de reconocimiento, que faciliten la apuesta por la excelencia en este ámbito, en tanto que instrumento para sobresalir como sociedad.

Si queremos los beneficios de la nueva industria necesitamos de más ingeniería y por eso debemos hacerlas a una y otra, más visibles a la sociedad. Somos los profesionales, en primera instancia, quienes debemos explicar más y mejor nuestra labor, y a su vez nuestras instituciones deben esforzarse más y mejor en darles voz.